
Autor: Siguas Mendoza, Ashly Mariana
Desde la Cumbre de Río de 1992 hasta las últimas Conferencias de las Partes (COP), el cambio climático ha sido uno de los temas más discutidos en la agenda internacional. Muchos países han firmado acuerdos para reducir emisiones, proteger el medio ambiente y adaptarse a los efectos del calentamiento global. Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos y del crecimiento de las normas y promesas climáticas, los resultados siguen siendo preocupantes: las temperaturas globales continúan aumentando, la pérdida de biodiversidad se acelera y los fenómenos climáticos extremos ocurren con más frecuencia. Esta situación nos obliga a preguntarnos por qué, si hay tantos acuerdos, el cambio climático sigue avanzando.
Una forma de entender esta contradicción es analizar cómo los intereses de los países influyen en su necesidad de actuar, y cómo estas necesidades afectan su disposición a cooperar. Cada Estado tiene sus propias prioridades: algunos buscan proteger su economía o su seguridad energética, mientras que otros necesitan financiamiento o apoyo técnico para enfrentar los efectos del clima. Esto significa que, aunque todos reconocen que el cambio climático es un problema, no todos lo ven con la misma urgencia ni están dispuestos a actuar de la misma manera.
Estos distintos intereses generan necesidades también diferentes. Por ejemplo, los países más vulnerables al clima necesitan ayuda inmediata para adaptarse, mientras que otros priorizan mantener sus niveles de producción o proteger su industria. El IPCC ha advertido que ya hemos superado el aumento de 1 °C en la temperatura global desde la era preindustrial, lo cual pone en riesgo a millones de personas. Aun así, las respuestas internacionales no han estado a la altura de esa necesidad. En parte, porque no se ha logrado coordinar estas diferencias dentro de un esfuerzo común.
El sistema multilateral ha intentado dar una respuesta. Tratados como el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París muestran avances importantes, como establecer metas de reducción de emisiones y generar consenso científico. Sin embargo, estos acuerdos suelen ser voluntarios, sin castigos claros para quienes no los cumplen. Además, el financiamiento prometido por los países desarrollados para apoyar a los países en desarrollo no siempre llega a tiempo ni en la cantidad necesaria. Esto genera desconfianza y hace más difícil que todos los países trabajen juntos.
Cuando los intereses nacionales entran en conflicto con los compromisos climáticos, muchas veces gana la lógica interna. Por ejemplo, Estados Unidos decidió salirse del Acuerdo de París durante el gobierno de Trump. Otros países como Arabia Saudita o Rusia han bloqueado acuerdos que afectan sus ingresos por petróleo. Incluso en Europa, donde hay una fuerte política climática, algunos países han vuelto a usar carbón o han firmado acuerdos con proveedores de energía poco sostenibles debido a la guerra en Ucrania. Esto muestra que, cuando la estabilidad o la economía están en juego, la cooperación climática pasa a un segundo plano.
Se podría decir que, la cooperación climática no ha fracasado por falta de ideas, sino por no alinear bien los intereses de los países con sus necesidades y con la acción global. Para que funcione de verdad, se necesita un enfoque más realista pero también más solidario: entender que cada país parte de una situación distinta, y crear incentivos que hagan que actuar contra el cambio climático también sea una decisión beneficiosa para cada Estado. Sólo así se podrá construir una cooperación más fuerte, eficaz y justa frente a un desafío que afecta a todos.
Referencias
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