Marzo de 2003 fue el escenario del inicio de la invasión a Irak perpetrada por una coalición liderada por Estados Unidos. Si bien el fundamento de la misma yacía en la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en posesión del régimen de Sadamm Hussein, los investigadores de la ONU nunca encontraron las supuestas armas. Debido a la estigmatización del uso de la fuerza, Estados Unidos desarrolló una estrategia de comunicaciones compuesta por el uso de propaganda que mostraba la guerra como una causa de libertad por un mejor futuro para Irak cómo método para consolidar la opinión pública a su favor.
Estados Unidos consideró que las acciones militares en Irak no durarían más de 5 meses en palabras de Donald Rums (Noviembre 2002). Sin embargo, la presencia militar en Irak duraría bastante más. El 18 de diciembre del 2011 Barack Obama retiró las tropas, pero Estados Unidos regresó a Irak en 2014 y se mantiene hasta la actualidad. Lo cierto es que la Guerra en Irak costaría más de 200, 000 civiles fallecidos hasta 2011 según los datos del Ministerio de Salud Iraquí (2018). La invasión a Irak, trajo un vació de poder que se tradujo en inestabilidad, conflictos sectarios y una guerra civil. Esta creciente inestabilidad terminó por brindar el panorama ideal para la expansión de Daesh en territorio Iraquí, siendo así que al 10 de Junio de 2014 ya se había apoderado de Mosul y llegó a dominar más de un tercio del territorio total iraquí.
El desastre y la creciente inestabilidad que secundaron la invasión norteamericana conlleva a que la opinión pública encontrará a Estados Unidos como responsable del problema. A raíz de este hecho, la política exterior norteamericana girará hacia un enfoque más cauteloso y moderado en torno a su presencia en medio oriente. En cuanto a la administración Obama, ello se ha podido ver reflejado en su accionar al confrontar a Irán, puesto que la firma del JCPOA en 2015, si bien limitó la producción de uranio enriquecido iraní, este no abordó temas como el financiamiento de grupos extremistas en la región, desglosando que la administración Obama prefirió mantener sobre la mesa el trato por sobre iniciar una confrontación directa con Irán que pueda culminar en el uso de la fuerza.
Además, la administración Obama en el conflicto civil Sirio denota el interés norteamericano de evitar una confrontación directa con el régimen de Bashad Al Assad, pues no quería replicar la inestabilidad que traería un cambio de régimen como sucedió en Irak en 2003. Tal es el caso, que el uso de armas químicas por parte del régimen de Al Assad contra civiles en 2013 no trajo un mayor cambio sobre cómo Washington abordaba el régimen de Damasco. Obama se limitó a declarar que aquella era una “una línea roja“ que Al assad no debía cruzar, pero no trajo mayores cambios estratégicos más allá de buscar un apoyo en el congreso norteamericano para iniciar ataques aéreos que difícilmente conseguiría - y que tampoco se esforzó mucho en conseguir- con la finalidad de evitar la crítica de que estaba dejando al pueblo Sirio a su suerte en el conflicto. La estrategia de Obama consistía en ejercer presión hacia Al Assad y apoyar a los rebeldes sirios sunitas con los recursos necesarios para mantenerlos en su lucha, pero sin darles una fuerza contundente que pueda hacerlos ganar la guerra. Además, incitó a aliados como Turquía y Arabia Saudita a aumentar su apoyo a estas milicias. El resultado fue un alargamiento del conflicto que aseguraba que Estados Unidos no fuera dueño de las consecuencias del colapso del gobierno Sirio.
En cuanto a la administración Trump, esta ha tenido un enfoque más frontal en Medio Oriente pero ha respondido al interés de redefinir los términos políticos de sus relaciones con la región en favor de sus intereses para acabar en la brevedad posible la presencia militar norteamericana. Prueba de ello, es la reciente salida de Estados Unidos del JCPOA y posterior incremento de sanciones bajo el argumento de que el trato “había fracasado en limitar las ambiciones nucleares de Irán” y no comprendía aspectos complementarios como el financiamiento de los grupos Hezbolá y Hamas.
Además, en Siria, el retiro de las tropas norteamericanas en el norte del país anunciado en septiembre del pasado año, justificado en que “ya vencieron “ a ISIS y que Estados Unidos no debe seguir haciéndose cargo de problemas que no le pertenecen. Lo cierto es que esta acción responde a la aceptación de que el gobierno Sirio mantiene control por sobre su territorio y está lejos de ser derrocado. Por último, en Irak, las acciones del Presidente Trump siguen respondiendo a esta idea de disminuir la intervención norteamericana en la región y es por ello que en septiembre del presente año, el pentágono anunció una reducción a 3000 efectivos militares en Irak para hacer frente a el Estado Islámico y a la influencia iraní.
En conclusión, la invasión a Irak en 2003 consistió en un traumático suceso que significó un punto engranaje en la política exterior norteamericana, teniendo como resultado un uso más moderado de herramientas de Hard Power para no ser responsables de las fatídicas consecuencias que el mismo pueda tener. Este cambio de paradigma ha traído consecuencias tanto en una política tibia de la administración Obama, como en el interés de Trump de culminar cuanto antes la presencia norteamericana en medio oriente. Ello nos plantea una disyuntiva sobre si la presencia de tropas norteamericanas es una ficha a favor de la seguridad de la región, o ha sido un agente desestabilizador. Lo cierto es que la gradual retirada de la región podría suscitar un ambiente de inestabilidad que haría sensible a la región al crecimiento de grupos extremistas de fundamentalismo islámico, acrecentando la inestabilidad ya existente.